top of page

EL Silencio de las manos

Actualizado: 14 feb


Audio: El Silencio de las manos
 

El último circulo.

 

En el barrio de La Trinidad, en Málaga, cerca de la Parroquia de Fátima y a la vera del río Guadalmedina, la cocina de Ayla olía a café molido finamente, cocido en un cezve, según su tradición, y a hierbas secas. Ayla, una abuela turca, había convertido su hogar en un refugio donde, desde hacía años, personas de cualquier origen acudían en busca de su sabiduría y dones curativos. Leía la borra del café y sanaba afecciones de la piel, desde acné severo hasta verrugas en las manos.


Manzanas y espinas - Ntra. Sra de Fatima en La Trinidad, Málaga - La borra del cafe turco


Sobre la mesa de madera, una manzana roja esperaba su destino. Frente a ella, un pequeño cuenco con espinas de rosas que el florista del barrio le traía cada mañana. Camila, su nieta, con la mirada cansada, jugaba distraídamente con la cucharita de su café, observando el ritual que tantas veces había visto en su infancia.

Nacida en Argentina, Camila, de 36 años, había llegado al mundo bajo una estrella complicada. Su madre falleció al darla a luz, y su padre, funcionario de la embajada española, ya con un hijo mayor, Ariel, decidió regresar a Málaga, donde Ayla, su abuela turca, se hizo cargo de la crianza de los hermanos.

 

Camila había construido su vida en la ciudad. Periodista del Diario Sur de Málaga, llevaba años escribiendo historias de otros, hasta que la suya propia se fracturó. La vida le asestó un doble golpe mortal: su relación de cinco años terminó por una infidelidad, y poco después, su padre falleció por neumonía. Algo se quebró dentro de ella, y quedó atrapada en un círculo oscuro. Perdió 20 kilos en pocos meses, dejó de comer y comenzó a rumiar pensamientos crueles: que nadie la amaría, que nunca sería aceptada por ningún hombre, que no valía nada. La angustia se volvió una presencia constante y su cuerpo, un enemigo al que castigaba.

 

Fue su hermano Ariel quien la vio derrumbarse a tiempo. La convenció de buscar ayuda médica. El diagnóstico fue claro: depresión mayor. Lo que siguió fue el trayecto sinuoso de las consultas psiquiátricas y las pruebas de medicamentos con efectos secundarios devastadores —hambre voraz, aumento de peso desmedido, desajustes en la insulina— y terapia familiar. Fueron dos años de lucha, pero finalmente logró estabilizarse encontrando la medicación adecuada y el sostén incondicional de su abuela.

 

Tuvo que dejar su trabajo, depender de la prestación por desempleo y reaprender la vida en pequeños pasos. Ahora, tras cuatro años, enfrentaba el último tramo de su tratamiento: un programa de recuperación mental mediante el trabajo con las manos.

Camila había elegido la cocina. El Hospital Regional Universitario de Málaga tenía un programa que admitía pacientes en su condición, y le habían asignado un puesto en el comedor del hospital. Esa tarde sería su primer día.


Hospital Regional Universitario de Málaga
Hospital Regional Universitario de Málaga

Ayla murmuró una plegaria en turco mientras clavaba con precisión cada espina en la piel tersa de la fruta. Susurró, contando en voz baja:

—Una por cada marca. Una por cada cicatriz que el cuerpo tiene.

Luego tomó un marcador y trazó círculos alrededor de cada espina.


—¿Esto realmente sirve? —preguntó Camila.

Ayla giró la manzana en sus manos antes de responder:

—Si quieres eliminar algo, no lo enfrentes. Encierra su fuerza en circulos, impide que crezca. Y desaparecerá

Camila deslizó los dedos sobre la piel de la fruta.

—¿Eso es lo que haces con quienes vienen a sanarse?

Ayla sonrió con dulzura.

—Ninguno se ha ido sin curarse, y no solo con ellos. También contigo, Milaş.

Lo mismo ocurre con el amor, con la vida, con todo.

Si te aferras demasiado a algo, lo sofocas. Si lo aíslas, lo destruyes.

Ayla Zehra la abuela turca de Camila (Milaş)
Ayla Zehra la abuela turca de Camila (Milaş)

Ayla dejó la manzana a un lado y tomó la taza de café de Camila.

Colocó un platillo por encima, le dio tres vueltas circulares y pronuncio una plegaria para darle luego un pequeño giro. Luego le pidio a su nieta que piense en un deseo y esperó a que la borra se asentara y se enfriara. Al dar vuelta la taza pudo ver formas claras y abiertas que auguraban oportunidades y buenas noticias.

—Hoy algo se termina para ti.

 

Camila sintió el peso de sus palabras.

Ayla recorrió con la yema de los dedos las formas oscuras que la borra había dejado en la taza. Se detuvo un segundo y luego sonrió.

—Algunas cosas arden hasta volverse ceniza.  Y el fuego deja cicatrices que son definitivas. Pero incluso en la tierra más quemada, la fuerza de lo que viene siempre encuentra una grieta por donde abrirse paso.

 

Camila respiró hondo, y, en ese instante, supo que el pasado no podía atormentarla ni el futuro angustiarla.  

Solo existía ese momento.  

Esa tarde camino al hospital.

 

El camino del silencio

 

Frère Lucien Chapel era un hombre de pocas palabras y movimientos precisos. Francés de nacimiento, 45 años, alto, de complexión atlética, con una barba bien cuidada y una mirada buena, de esas que lo entienden todo sin que tengas que decir nada.

 

El título de Frère —hermano— era un vestigio de su pasado en la orden capuchina.

 

Caminaba sin apuro, pero con firmeza, como si cada paso estuviera exactamente donde debía estar. Su silencio no era distancia, sino atención plena. Observaba, comprendía, aceptaba la naturaleza humana, pero también proponía, guiaba, y cuando era necesario, dirigía con la certeza de quien sabe que tomar decisiones es arrojarse al vacío guiado por la fe, sin saber si hallará lo que busca o algo aún mejor.

 

Era el chef jefe de la cocina del Hospital Regional Universitario de Málaga, un espacio donde el fuego y el agua marcaban el ritmo del servicio y donde cada plato servía tanto para sostener la vida como para acompañar en la última travesía.

 

Su apellido llevaba consigo un peso inevitable. Sobrino lejano de Alain Chapel, creció en una familia donde la cocina no era solo un oficio, sino una herencia. Desde joven, se sumergió en los principios de la gastronomía francesa, mamando lo que su tío había dejado claro en su libro La cuisine, c’est beaucoup plus que des recettes (La cocina es mucho más que recetas): un espacio donde el silencio dialoga con el movimiento, donde el ritmo entre la acción y la pausa da forma a lo más difícil de alcanzar: lo sencillo, lo simple.

Alain Chapel Chef Francés - La cuisine c'est beaucoup plus que des recettes
Alain Chapel Chef Francés - La cuisine c'est beaucoup plus que des recettes

Mientras otros buscaban perfección en platos dignos de estrellas Michelin, Lucien buscó la trascendencia en el silencio monástico. Se convirtió en capuchino, convencido de que la oración y el trabajo manual eran dos caminos hacia lo sagrado.

 

Todo cambió cuando, en la quietud del monasterio, tuvo una revelación.

Se vio a sí mismo cocinando para quienes estaban por partir, preparando la última comida de aquellos que no volverían a sentarse a una mesa.

Comprendió que su lugar no estaba en los restaurantes ni en la vida conventual, sino en las cocinas donde cada plato es un acto de despedida y consuelo.

Su orden, entendiendo la fuerza de su llamado, le permitió conservar su estado de hermano (Frère), pero en la vida laica, sin ataduras al monasterio.

Así llegó a Málaga y al hospital, donde dirigía la cocina con la misma devoción con la que antes recitaba salmos.


Fue él quien impulsó el programa de recuperación mental a través del trabajo con las manos. Creía en la cocina como un espacio de sanación, donde el ritmo de los gestos podía devolverle propósito a quien lo había perdido.

Había visto a muchos como Camila llegar a su cocina: temblorosos, vacíos, atrapados en sí mismos. Pero sabía que, cuando la mente se rompe, es el cuerpo el que debe recordar el camino de regreso.


Camila y Frère Lucien se encuentran en la cocina del Hospital Universitario de Málaga
Camila y Frère Lucien se encuentran en la cocina del Hospital Universitario de Málaga
 

El silencio de hacer.

 

Camila, vestida con su indumentaria de ayudante de cocina, ingresó al hall de entrada.

Frère Lucien la estaba esperando.

 

—Camila, un gusto. Hoy me va a acompañar y vamos a trabajar juntos —le mostró un canasto lleno de cebollas peladas.

 

Camila miró a su alrededor, nerviosa.

—Aquí dentro es… extraño. Esperaba el ruido de una cocina común, el desorden, el bullicio. Pero esto…

 

Frère Lucien cortaba verduras con precisión, sin mirarla.

— La cocina es un silencio de ausencia de palabras, habitado por el sonido del hacer: el corte preciso, el hervor paciente, el pan entregándose al calor. Aquí nadie habla, porque todo ya está dicho en el movimiento.

 

Hizo una pausa y le tendió un cuchillo.

—Toma una tabla y este cuchillo. Es solo tuyo. Nadie más debe usarlo. Cuídalo, porque será tu herramienta inseparable.

Luego señaló el canasto.

—Vamos, cortemos en juliana…

 

Camila tomó el cuchillo con inseguridad. Miró a los demás cocineros. Nadie hablaba. Solo el sonido rítmico de los cuchillos sobre la madera, el hervor del agua, el crujido de las verduras al ser cortadas.

 

Mientras recorría la escena, pudo ver una frase escrita en el pizarrón de tareas:

"Si haces, nunca hay silencio, ni adentro ni afuera. Es el silencio de hacer."

Cocina del Hospital Universitario de Málaga
Cocina del Hospital Universitario de Málaga

Frère Lucien observó su torpeza, pero no la corrigió.

—El silencio es un encuentro, Camila. Y todo encuentro se produce y se celebra siempre desde el vacío. Podemos darnos las manos cuando en ellas no tenemos nada.

Solo abrazamos cuando estamos vacíos.

Es desde el vacío donde nace la conexión.

 

Camila frunció el ceño y dejó el cuchillo sobre la tabla.

—No estoy de acuerdo. El vacío duele.

El vacío es lo que me dejó atrapada en la cama durante meses.

No veo qué tiene que podamos celebrar.

 

Frère Lucien asintió, sin dejar de cortar.

—Podemos ir del silencio al encuentro y del encuentro al silencio.

Es la dinámica de la vida.

Nada cobra valor si no somos conscientes que todo tiene un fin.

 

Camila tragó saliva.

Su mente la llevó al pasado: su padre, su relación rota, la sensación de estar suspendida en un vacío del que ella no podía volver.

—Tal vez… no fue solo el vacío —murmuró, casi para sí misma—. Tal vez fue que nunca vi por dónde salir.

 

Frère Lucien continuó.

—Inspiro y expiro. El día y la noche. El calor y el frío. El invierno y el verano. El silencio tiene sentido porque existe el encuentro, y el encuentro cobra valor cuando nos permitimos ir al silencio.

 

El alma del artesano.

 

Cuando terminaron de cortar las cebollas, Frère Lucien dejó el cuchillo y le mostró dos panes: uno industrial, perfecto, y otro artesanal, irregular, con grietas en la corteza.

El pan artesanal (Mise) y el pan industrial (pan de molde) en la cocina del hospital
El pan artesanal (Mise) y el pan industrial (pan de molde) en la cocina del hospital

—¿Cuál prefieres?

Camila tocó el artesanal con los dedos.

—Este.

—¿Por qué?

Tiene textura. Es único.

Frère Lucien sonrió apenas.

—Es así. La obra industrializada es funcional. Es perfecta, exacta.

Y es así porque permite la comparación. Pero su perfección la vuelve impersonal.

 

Hizo una pausa y puso una de sus manos sobre la masa aún sin hornear.

—Lo artesanal es lento. Tiene espacios de paciencia, de incertidumbre. Tiene caídas al abismo y remontadas que aparecen cuando nadie lo espera. Es imperfecto. Pero las manos tienen el poder de convertir lo imperfecto en personal.

Las huellas de la mano del artesano son su propia firma.

 Y lo personal se hace incomparable, lo que lo eleva a un plano superior.

 

Camila suspiró con ironía.

—No sé si estoy de acuerdo. Dices que lo imperfecto es incomparable, pero todo el mundo juzga lo imperfecto. Lo mide, lo etiqueta. ¿Cómo puede ser superior si lo usamos para señalar defectos?

 

Frère Lucien sonrió otra vez.

—Porque nos hemos olvidado de la diferencia entre crear y producir.

Somos la obra de Dios, el gran artesano. Por eso llevamos su huella.

 

Tomó el pan artesanal y lo giró en sus manos con respeto.

—Tú elegiste este pan.

¿Soy imperfecto? Depende de para quién. Hay diferencias en cada persona.

Yo diría que soy original. Incomparable.

Para quien camina a tu lado, puedes serlo todo.

 

Una chispa destelló en los ojos de Camila, tan fugaz como un parpadeo.

Frère Lucien continuó:

—La cultura actual no da culto más que a lo rentable, a lo rápido y productivo.

El artesano, en cambio, da culto a la presencia. Vive en la atención.

Su ser es su creatividad.

 

Hizo una pausa y miró a Camila con suavidad.

—La diferencia entre crear y producir es que el primero transforma el mundo con sentido.

Lo segundo solo lo llena de más de lo mismo.

 

La levedad del dar.

 

Luego Frère Lucien, le puso un trozo de masa en las manos.

—Amasa.

Camila lo hizo, torpemente, como pudo... luego de unos minutos… pregunta:

—¿Alguna vez te fatigas?

 

Frère Lucien se detuvo un instante, sorprendido por la pregunta.

—¿El trabajo? ¿Si me fatiga? Claro, pero sabes... no me canso de hacerlo.

 

Camila lo miró, esperando algo más.

Él soltó una leve sonrisa antes de continuar:

Fatiga todo lo que se hace por algo.

No fatiga lo que se hace porque sí.


Camila inclinó ligeramente la cabeza, dejando que las palabras calaran en ella.

Él le señala a los cocineros trabajando, cada uno concentrado en su tarea, sin signos de agotamiento.

—Mira sus rostros. No hay prisa, no hay ansiedad. Trabajan porque aman y encuentran sentido en lo que hacen. No es solo por la paga, es porque en cada plato que preparan se acompaña al que se recupera, al que necesita consuelo o al que se despide. En cada gesto dejan su presencia, y el cansancio se disuelve en la entrega.

 

Camila observó. Nunca lo había visto tan claro. Su mente la llevó de vuelta a la cocina de su abuela Ayla: inclinada sobre la mesa, pinchando manzanas, escuchando a la gente, amasando pan, removiendo café con paciencia infinita. Nunca hablaba de fatiga. Solo hacía.

 

—Ayla cocinaba horas sin quejarse —murmuró, más para sí misma que para él—. Nunca decía que estaba cansada.

 

Frère Lucien asintió.

El mejor silencio se alcanza en la gratuidad no en la expectativa.

Como el arte. Como la oración. Como la vida misma.


Amasando el pan
Amasando el pan
 

Las manos que sanan.

 

Camila siguió amasando, cada vez con más entusiasmo, como jugando.

—Amasamos pan, modelamos arcilla, tejemos hilos, acariciamos piel —dijo Frère Lucien, con voz pausada—.

Las manos hacen lo mismo siempre: construyen, cuidan, conectan.

 

A Camila un escalofrío le recorrió la espalda.

Frère Lucien le preguntó:

¿Para qué han servido tus manos hasta ahora? 

Solo para contener, para retener el dolor.

 

Frère Lucien la miró con calma.

—Cuando mueves las manos, las ejercitas para trabajar.

Pero también para acariciar.

En definitiva, aunque te parezca raro, las entrenas para amar.

 

Camila se detuvo. Nunca lo había pensado así.

—Amasar, cortar, coser, tejer, plantar… —prosiguió Frère Lucien—.

Es la misma acción, son maneras de amar.

No importa si es pan, arcilla o piel.

Las manos nos anclan a la vida.

 

Silencio.

La masa bajo sus dedos, el calor de la harina, la presión justa. 

Sus movimientos ya no eran rígidos.

Camila por primera vez, se dejó llevar.

 

Habitación 212

 

Un enfermero irrumpió en la cocina, agitado.

—¡Frère Lucien, el paciente de la 212 no quiere comer! Dice que no quiere seguir…

Frère Lucien dejó el cuchillo con calma y se limpió las manos en el delantal.

—¿Cuánto hace que está así?

—Desde que llegó, hace dos días.

Se hizo un silencio breve. Antes de salir, Frère Lucien miró a Camila.

—¿Vienes?

Camila sintió un vuelco en el estómago. No estaba lista. No sabía qué hacer. Pero sus pies ya estaban en movimiento. Sin pensarlo demasiado, lo siguió.

Andrés, el paciente de la habitación 212.
Andrés, el paciente de la habitación 212.

Los pasillos del hospital tenían otro peso. Aquí todo era blanco, quieto, contenido. Demasiado parecido a las semanas en que ella misma estuvo así, sin querer comer.

Cuando entraron en la habitación, el joven estaba sentado en la cama.

Andrés, 36 años. Super delgado.

No se inmutó. Su mirada estaba fija en la ventana, perdida en alguna parte donde ni la luz del día lograba alcanzarlo.

En la bandeja, el plato intacto. No había tocado la comida.

 

Frère Lucien se acercó con la misma calma con la que cortaba pan en la cocina.

—¿Cómo te sientes hoy, Andrés?

Andrés parpadeó, como si la pregunta le llegara desde muy lejos. Pero no respondió.

Frère Lucien no insistió. Solo se sentó en la silla junto a la cama, con los codos apoyados en las rodillas. Dispuesto a quedarse allí el tiempo que fuera necesario.

— Sabes, Andrés… Hay dolores que la mente no sabe cómo soltar… y entonces los deja caer sobre el cuerpo.

 

Silencio.

Andrés no lo miró.

Pero Camila sí.

 

Ella conocía ese peso en el pecho, ese vacío que lo ahogaba sin que nadie más lo viera.

Entonces sin pensarlo, dijo:

—Yo sé cómo se siente. Sé lo que es estar en ese infierno.

Por primera vez, Andrés giró la cabeza. La miró.

Su expresión fue dura, como si no quisiera dejar entrar nada más.

—No, no lo sabes.

Pero Camila no retrocedió. Su voz fue baja, pero firme.

—Sí lo sé. Yo estuve allí. Sé lo que es sentir que algo dentro se rompió y que no hay manera de arreglarlo. Sé lo que es odiar a tu cuerpo porque crees que falló, porque crees que es culpable. Pero no lo es.


Andrés la observó sin parpadear. Algo en su mirada cambió.

—No es tu culpa, Andrés. Lo que pasó, lo que te trajo hasta aquí… no es culpa de tu cuerpo. Y castigarlo no hará que duela menos. Solo hará que duela más.

 

El aire en la habitación se volvió denso. Andrés bajó la mirada.

Camila sintió que había dicho demasiado. Pero era la verdad y no pudo parar.

—Aunque sé que aún no lo ves, créeme, solo tienes que esperar. Y cuando el dolor pase, porque va a pasar, tendrás que hacer las paces con tu cuerpo que no está en tu contra. Sigue aquí, esperando por ti.

 

Mientras hablaba recordó que su abuela Ayla nunca le pidió nada.

Siempre le mostró el camino y esperó.

Así que hizo lo mismo.

Puso el tenedor en el plato de comida y lo dejó allí dentro.

 

—No es tu culpa. Hazlo por ti.

No dijo más.


Salió de la habitación con los ojos húmedos, cargando un dolor que aún no encontraba palabras.

 Frère Lucien la siguió con la mirada. No dijo nada. En silencio.

Había presenciado la escena entregado a su fe.

Camila respiró hondo. Su pecho seguía tenso.

—Eso fue inútil —dijo, mordiéndose el labio, sintiendo vergüenza.

Frère Lucien caminaba a su lado, sereno.

—El agua no rompe la piedra con fuerza, sino con constancia.

 

Camila sentía un nudo apretándole la garganta. No lo entendía.

Se sentía ridícula.

¿Para qué me hizo entrar allí?

Todavía con cierto asombro en la mirada, Frère Lucien le contestó:

Porque era posible que veas el camino del vacío al encuentro.


 

La paz en lo simple

 

Esa noche, cuando Camila llegó a casa, no sintió el peso acostumbrado sobre sus hombros.

Había trabajado como hacía tiempo no lo hacía. Había sentido emociones que no estaba segura de poder manejar. Y, sin embargo, al cruzar la puerta, no sintió agotamiento. Solo una extraña, inesperada sensación de paz.

 

Ayla la recibió con su manera habitual: sin preguntas, sin discursos.

Un fuerte abrazo, un plato caliente sobre la mesa y un gesto breve con la cabeza, indicándole que se sentara.

Camila lo hizo.

En otro momento, el silencio le habría pesado.

Pero ahora, en el vapor del guiso y el aroma de las especias, había algo distinto.


Ayla la observó de reojo mientras partía un pedazo de pan.

Su nieta tenía otra mirada. No era exactamente alegría, pero tampoco era la sombra con la que había convivido los últimos años.

No dijo nada. Ya habría un momento para hablar de lo que hubiera que hablar.

Camila llevó la cuchara a la boca.

El guiso estaba caliente, especiado, envolvente.

Y en su cuerpo había un anhelo. Un pequeño deseo que no esperaba encontrar allí.

Mañana volvería.

 

La huella invisible

 

La cocina respiraba en su propio idioma: el crujir de las llamas, el golpeteo de los cuchillos, el murmullo sordo de la harina cediendo bajo el peso de las manos.

Camila había comenzado a entender ese lenguaje.

No volvió a ver a Andrés. No preguntó por él. Pero, de repente, mientras recogía una bandeja, una frase flotó en el aire, pronunciada con la naturalidad de lo cotidiano:


—El chico de la 212 comió hoy, dijo una enfermera.

 

Camila se quedó quieta. Un instante apenas, lo justo para sentir cómo las palabras le rozaban la piel antes de seguir su camino, como una brisa que pasa sin pedir permiso.

No supo qué pensar. No tenía certeza de haber cambiado nada.

 

Las manos que sanan juntas - Camila y Frère Lucien
Las manos que sanan juntas - Camila y Frère Lucien

Algo la detuvo, como un hilo invisible tirando de ella.

Era imperceptible, como una semilla que empieza a abrirse sin que nadie la vea.

Levantó la mirada.

Al otro lado de la cocina, Frère Lucien trabajaba.

Mangas arremangadas, antebrazos firmes, el ceño levemente fruncido en la concentración de quien no está en este mundo, sino en el que construyen sus manos.

El filo del cuchillo deslizándose en cortes precisos, la madera de la tabla marcada por el rastro húmedo de los ingredientes.

Había algo en sus movimientos.

No solo en la seguridad con la que trabajaba, sino en la forma en que sus gestos parecían tener un propósito más allá de la simple tarea.

 

Fue apenas un latido distinto, un destello de calor inesperado.

Un pensamiento fugaz, casi sin forma, pero que dejó una estela tras de sí.

El Hermano Lucien.

¿Será tan hermano?

El atisbo de una sonrisa le tocó los labios, como el roce de una pluma.

Sacudió la cabeza y miró sus propias manos.

La masa tibia bajo sus dedos, cediendo con cada presión.

Amasando. Y amando.

En silencio.


Lo quiero todo contigo - Macaco

4 Comments

Rated 0 out of 5 stars.
No ratings yet

Add a rating
Yo
Mar 29
Rated 5 out of 5 stars.

Excelente desarrollo y mensaje esperanzador. Simpleza y profundidad.. lindísima combinación

Like

Guest
Feb 15
Rated 5 out of 5 stars.

Me ha gustado,muy bueno🧉

Like

Horacio
Feb 09
Rated 5 out of 5 stars.

Increiblemente penetrante, la manera en que se va llevando el relato.....

felicitaciones Dario!

Like

Nelly
Feb 08
Rated 5 out of 5 stars.

Muy fuerteeeee, para quienes alguna vez transitamos esto, sin ser Camila. Ni el lugar o las formas de transitarlo . . impactante su desarrollo. . gracias

Like
  • Spotify
  • alt.text.label.Twitter
  • alt.text.label.Instagram
  • alt.text.label.Facebook
  • Soundcloud
  • Youtube

©2023 par Des sons de la liberté. Explore global freedom insights, political event analysis, and human challenges.

bottom of page